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De los 30
años que tiene Mary Peña, 20 de ellos los cumplió vendiendo dulces y semillas
de cajuil en la
Autopista Duarte. “Estaba pequeñita cuando llegué a este
punto. Comencé con mi madre y ella después me lo dejó a mí”, cuenta esta
mulata, mientras con su mano derecha hace señal de parada, para que le compren,
a los vehículos que pasan a gran velocidad por esa importante vía que comunica
con la región del Cibao.
Mary vive en la comunidad Hato Viejo. Su puesto de venta está ubicado en el kilómetro 30 de la autopista Duarte. “A veces me va bien; a veces me va mal”, comenta risueña. Esta mujer paga diariamente 70 pesos de pasaje, para trasladarse desde su casa hasta el lugar donde con un poco de suerte conseguirá algunos pesos para ayudar en la manutención de sus dos hijos.
Cada frasco de semillas de cajuil cuesta entre 150 y 200 pesos, todo depende del tamaño del envase. Hay días en que vende un solo frasco. Aunque dice que “algo es algo”, vender un solo frasco al negocio de Mary no le conviene, porque si el producto cuesta 150 pesos, tiene que restarle los 70 pesos que paga en pasajes, desayuno, almuerzo y lo que corresponde a un muchacho que se queda cuidando el punto, cuando esta joven mujer se marcha a cuidar a sus crías y atender los quehaceres propios del hogar.
Mary también vende dulces de naranja. Y los tiene en envases de vidrio que parecen caerse con la brisa provocada por los camiones que pasan veloz, a escasos metros de donde tiene un mostrador improvisado y una casucha techada con ramas de coco, para guarecerse del sol o algún inesperado aguacero.
La gente que vende semillas de cajuil enla Autopista Duarte
compra la libra a 230 pesos. Mary, casi siempre, adquiere entre 5 y 10 libras , que le dejan
de beneficios unos 600 pesos. “Con eso duro yo hasta una semana”, dice
resignada. La conversación con Mary casi llegaba a su final. “Ya casi me voy a
cuidar mis niños”, dijo, luego de llenar unos frascos con las semillas.
Enla Autopista
Duarte , desde poco después de la estación de peaje situada en
el kilómetro 25 hasta la entrada de Santiago, hay cientos de personas que ganan
el sustento de sus familias vendiendo diversos tipos de mercancías. Detrás de
cada puesto o punto de venta de frutas, dulces, alfombras artesanales o
cucharas de madera, hay muchas historias que contar.
“Un día, estuve a punto de perder la vida. Corrí tanto que ni acordarme quiero de ese momento”. Este comentario refleja en parte la frustración de Miguel de Jesús, un joven de 22 años que vende batatas azadas, cocos de agua y mango en el kilómetro 40, desde que tenía nueve años.
Miguel hace referencia a uno de esos tiempos lluviosos en que la carretera estaba mojada y los vehículos rodaban bajo riesgo de deslizarse.
“Yo vi. que un camión venía para encima de mí y comencé a correr como un loco”, recuerda. Dice que fue una suerte que ese día su hijo Yendry, de cuatro años, no lo acompañó al negocio.
El día en que pudo haber muerto aplastado por ese camión, el pequeño se quedó en casa con su madre desempleada y una hermanita de dos años. El día en que reporteros de este diario hablaban con su padre, Yendry sí estaba presente. Miguel dice que lo lleva a veces, para no sentirse tan solo a orillas de esa vía.
Como le ha ocurrido a todos los que por no tener otra fuente de ingresos desafían los peligros de las grandes avenidas, a Miguel lo han engañado varias veces. “La gente me dice: ‘oye, dame una batata o un coco’. Me lo piden desde sus vehículos, y cuando se los doy aceleran y se van sin pagarme”, cuenta, como quien amaga para llorar.
A Miguel tampoco le vienen bien estas jugadas perversas, protagonizadas por desalmados que no entienden que este hombre se dedica a este negocio “por no hacer lo mal hecho”. Además, el costo para mantener su puesto de venta muchas veces no compensa el resultado al final de la jornada.
“Uno hace esto por no hacer lo mal hecho”, dice Miguel. La batata azada que oferta a quienes transitan por la autopista Duarte es vendida a 40 pesos la libra.
El quintal de este rubro es comprado a mil 200 pesos. Con los mangos no le va muy mal, porque el único esfuerzo que hace para obtenerlos es ir a una finca cercana y recogerlos debajo de la mata. No invierte un solo centavo y vende las latas a 50 pesos.
Muchos de los productos ofertados a los que transitan por la autopista Duarte, como las batatas asadas, no resisten por mucho tiempo y son tiradas a la basura, “con dolor en el alma, porque eso nos cuesta dinero”, dice Carmen Salcedo, una mujer que vende cocos de agua en el sector Miranda.
Esta doña compra el ciento de cocos a mil pesos, pero si llueve y en vez de calor hace frío, la compra que hizo para surtir su pequeño negocio se reduce considerablemente, no porque los haya vendido sino porque tuvo que botarlos porque el agua fresca de esta fruta “se pone rancia y no se puede vender así”, explica.
Eso no ocurre con otras mercancías más resistente al tiempo, como las pellizas que desde hace 15 años vende Francia Mejía. Estas peculiares alfombras hechas con la calma que solo enseñan los años, se venden a mil 500 cada una. La materia prima para fabricarlas son sacos y pedazos de telas multicolores, adheridos con un palito que Francia maneja con habilidad magistral.
Las pellizas son más frecuentes en el trayecto del sectorLa Cumbre. En esos
predios, las alfombras adornan ambos lados de la autopista y dan la impresión
de una fiesta decorada para la ocasión.
Mary vive en la comunidad Hato Viejo. Su puesto de venta está ubicado en el kilómetro 30 de la autopista Duarte. “A veces me va bien; a veces me va mal”, comenta risueña. Esta mujer paga diariamente 70 pesos de pasaje, para trasladarse desde su casa hasta el lugar donde con un poco de suerte conseguirá algunos pesos para ayudar en la manutención de sus dos hijos.
Cada frasco de semillas de cajuil cuesta entre 150 y 200 pesos, todo depende del tamaño del envase. Hay días en que vende un solo frasco. Aunque dice que “algo es algo”, vender un solo frasco al negocio de Mary no le conviene, porque si el producto cuesta 150 pesos, tiene que restarle los 70 pesos que paga en pasajes, desayuno, almuerzo y lo que corresponde a un muchacho que se queda cuidando el punto, cuando esta joven mujer se marcha a cuidar a sus crías y atender los quehaceres propios del hogar.
Mary también vende dulces de naranja. Y los tiene en envases de vidrio que parecen caerse con la brisa provocada por los camiones que pasan veloz, a escasos metros de donde tiene un mostrador improvisado y una casucha techada con ramas de coco, para guarecerse del sol o algún inesperado aguacero.
La gente que vende semillas de cajuil en
En
“Un día, estuve a punto de perder la vida. Corrí tanto que ni acordarme quiero de ese momento”. Este comentario refleja en parte la frustración de Miguel de Jesús, un joven de 22 años que vende batatas azadas, cocos de agua y mango en el kilómetro 40, desde que tenía nueve años.
Miguel hace referencia a uno de esos tiempos lluviosos en que la carretera estaba mojada y los vehículos rodaban bajo riesgo de deslizarse.
“Yo vi. que un camión venía para encima de mí y comencé a correr como un loco”, recuerda. Dice que fue una suerte que ese día su hijo Yendry, de cuatro años, no lo acompañó al negocio.
El día en que pudo haber muerto aplastado por ese camión, el pequeño se quedó en casa con su madre desempleada y una hermanita de dos años. El día en que reporteros de este diario hablaban con su padre, Yendry sí estaba presente. Miguel dice que lo lleva a veces, para no sentirse tan solo a orillas de esa vía.
Como le ha ocurrido a todos los que por no tener otra fuente de ingresos desafían los peligros de las grandes avenidas, a Miguel lo han engañado varias veces. “La gente me dice: ‘oye, dame una batata o un coco’. Me lo piden desde sus vehículos, y cuando se los doy aceleran y se van sin pagarme”, cuenta, como quien amaga para llorar.
A Miguel tampoco le vienen bien estas jugadas perversas, protagonizadas por desalmados que no entienden que este hombre se dedica a este negocio “por no hacer lo mal hecho”. Además, el costo para mantener su puesto de venta muchas veces no compensa el resultado al final de la jornada.
“Uno hace esto por no hacer lo mal hecho”, dice Miguel. La batata azada que oferta a quienes transitan por la autopista Duarte es vendida a 40 pesos la libra.
El quintal de este rubro es comprado a mil 200 pesos. Con los mangos no le va muy mal, porque el único esfuerzo que hace para obtenerlos es ir a una finca cercana y recogerlos debajo de la mata. No invierte un solo centavo y vende las latas a 50 pesos.
Muchos de los productos ofertados a los que transitan por la autopista Duarte, como las batatas asadas, no resisten por mucho tiempo y son tiradas a la basura, “con dolor en el alma, porque eso nos cuesta dinero”, dice Carmen Salcedo, una mujer que vende cocos de agua en el sector Miranda.
Esta doña compra el ciento de cocos a mil pesos, pero si llueve y en vez de calor hace frío, la compra que hizo para surtir su pequeño negocio se reduce considerablemente, no porque los haya vendido sino porque tuvo que botarlos porque el agua fresca de esta fruta “se pone rancia y no se puede vender así”, explica.
Eso no ocurre con otras mercancías más resistente al tiempo, como las pellizas que desde hace 15 años vende Francia Mejía. Estas peculiares alfombras hechas con la calma que solo enseñan los años, se venden a mil 500 cada una. La materia prima para fabricarlas son sacos y pedazos de telas multicolores, adheridos con un palito que Francia maneja con habilidad magistral.
Las pellizas son más frecuentes en el trayecto del sector
Ofertas
Chicharrones, otra
opción de compra
En el trayecto La Vega-Santiago , los
negocios están más organizados que los que están situados en kilómetros
posteriores a la salida de la capital. En estas zonas, las casetas de cinc y
pequeños e improvisados mercados sustituyen los endebles ranchos cobijados con
ramas secas de coco.
Y es frecuente la venta de frutas como, lechosas, nísperos, guineos, granadillos y aguacates. En la localidad del Pino, las frutas no son las preferidas de los negociantes callejeros. En este punto de la autopista, lo que más se vende es chicharrones de cerdo y carne horneada de este mismo animal. A diferencia de la capital, donde una libra de chicharrón cuesta 200 pesos, en esa parte de la transitada vía cuesta 170 pesos.
Y es frecuente la venta de frutas como, lechosas, nísperos, guineos, granadillos y aguacates. En la localidad del Pino, las frutas no son las preferidas de los negociantes callejeros. En este punto de la autopista, lo que más se vende es chicharrones de cerdo y carne horneada de este mismo animal. A diferencia de la capital, donde una libra de chicharrón cuesta 200 pesos, en esa parte de la transitada vía cuesta 170 pesos.
Desde “pellizas”
hasta venta de troncos
En la autopista Duarte se vende de todo, desde
productos para comer hasta enseres para embellecer la casa. La creatividad
juega un papel importante entre venduteros de las comunidades pobres que
bordean una de las principales vías de comunicación del país, Doña Francia, por
ejemplo, no solo vende pellizas, negocio en el que compite con otros que tiene
al frente y pocos metros de su casa en La Cumbre.
Es ta laboriosa mujer también oferta troncos secos o
“camarones” que sirven para sembrar orquídeas y que consiguen en los montes.
Para esta tarea, la fabricante de pellizas cuenta con la ayuda de otra
mujer mucho más joven que ella, quien con un niño a cuesta atiende a los
clientes que suelen detenerse a comprar esta peculiar mercancía.
Es
Vía el caribe