El ser humano, el depredador por excelencia.

Se cree que los primeros fueron un tipo de organismo marino simples, tal vez gusanos o crustáceos, que se deleitaron con los trilobites antiguos. Mucho después vinieron los famosos dinosaurios depredadores como el T. rex. Y más tarde llegaron los grandes mamíferos con dientes, como los gatos con dientes de sable o los lobos modernos.
Pero hace mil o dos mil años llegó el peor de todos los depredadores en la historia de los seres vivos.
Nosotros.
No teníamos dientes grandes ni garras afiladas, o enormes tentáculos ni mordeduras venenosas. Pero teníamos inteligencia, y la astucia para fabricar herramientas y armas artificiales. Y, a medida que nos convertimos en cazadores cada vez mejores, empezamos a matar animales a gran escala.
Acabamos con la paloma pasajera, el dodo y las grandes manadas de bisontes de América del Norte. El siglo pasado acabamos con grandes poblaciones de ballenas.
Hoy en día las flotas pesqueras del mundo recogen más peces de lo que, según científicos, es sostenible. El hombre es la mayor causa de muerte de mamíferos grandes en América del Norte.
Pero más allá de nuestro consumo masivo de la fauna que nos da el planeta aparece un curioso acertijo.
La cadena evolutiva
Las presas y los depredadores están normalmente sumergidos en una carrera de armamentos evolutiva. Como los depredadores evolucionan para correr más rápido, sus presas también desarrollan pies más veloces. Como los depredadores desarrollan dientes más filudos, los herbívoros desarrollan cuernos de protección. Algunos carnívoros cazan en manada, por lo que sus presas crean rebaños defensivos.
Pero no parece que los animales hayan desarrollado defensas contra nosotros, por los que emerge la pregunta ¿por qué?
¿Se tratará de que los animales simplemente no han tenido tiempo para desarrollar defensas? ¿Será que no tienen ese tipo de variaciones en sus genes? ¿O tendrá que ver con la manera como nosotros los cazamos?
Estas preguntas son planteadas por el profesor Geerat Vermeij, de la Universidad de California en Davis, Estados Unidos, en un ensayo científico que acaba de publicar la revista académica Evolution. Vermeij estudia hace más de 30 años los efectos de los depredadores en la evolución.
“Usualmente, cuando nuevos y más poderosos depredadores se desarrollan o llegan de otro lados, las especies locales se pueden adaptar por sí solos y vquedar mejor protegidos con una variedad de medios; pero esta opción parece no servir cuando se trata de la evolución de los seres humanos como superdepredadores”, dice.
En su ensayo se pregunta por qué esto es así.
Primero estudia por qué los animales se adaptan a otros depredadores no humanos. Demuestra cómo las presas animales, de manera exitosa y constante, desarrollan cierto tipo de defensas.
La primera es volviéndose grandes. Si eres grande, es difícil, incluso para depredadores que cazan en manada, atacarte y vencerte sin una eventual lesión.
Estudios científicos han demostrado que los herbívoros terrestres de gran tamaño son hasta diez veces más grandes en peso que sus más grandes depredadores, los cuales no pueden desarrollar bocas lo suficientemente amplias como para lidiar con el descomunal tamaño de sus presas. Estos estudios explican por qué los leones, lobos y orcas tienden a evadir a los búfalos, alces y ballenas adultos y saludables, respectivamente; prefieren dirigirse a los más pequeños y más jóvenes.
Si las especies no pueden crecer más, desarrollan otras defensas, como la pasiva armadura que ofrecen las conchas. Y cuando los depredadores desarrollaron formas de introducirse en las conchas, algunas presas se volvieron tóxicas.
Son las ramificaciones de la evolución. Un buen ejemplo, dice Vermeij, son los cefalópodos, animales que incluyen a calamares y pulpos. Versiones antiguas de estos animales tenían armaduras, pero, al ser vulnerables a pescados y ballenas con dientes, fueron remplazados por linajes más veloces, agresivos, venenosos o tóxicos.
El superdepredador
Pero tenían que llegar los seres humanos.
“La difusión de los humanos modernos representa una de las transformaciones ecológicas y evolutivas más grandes de la historia de la vida”, escribe Vermeij.
Cazábamos y recogíamos en la tierra, pero pronto empezamos a explotar zonas intermareales, tomando pescados y mariscos. Esas zonas intermareales eran fuentes importantes de comida para los humanos prehistóricos que vivían en lugares como Sur America, Sur África, California y Oceanía.
Después empezamos a tomar animales grandes. Y lo que ocurrió fue que, entre más armas de defensa desarrollaban, más jugosos se volvían para nosotros: entre más grandes eran las ballenas, más apetitosas eran para el ser humano, por ejemplo. El tamaño no era una defensa contra el hombre.
Y otros mecanismos de defensa también se convirtieron en desventajas a medida que los seres humanos se convirtieron en superdepredadores: los cuernos de los elefantes, por ejemplo.
Volverse tóxico puede ser una mejor estrategia. Hay evidencia de que algunas especies marinas se han vuelto venenosas al ser humano. Los peces de arrecife y los cangrejos suelen ser tóxicos para ciertas personas debido a que contienen desagradables, y a veces letales, dinoflagelados.
Pero los seres humanos también han encontrado formas de lidiar con esto. Muchas toxinas se concentran en ciertos órganos, como el hígado. Y los seres humanos han aprendido a retirar esos órganos para evadir sus efectos.
En pocas palabras, la manera como los seres humanos cazan parece ser el factor principal para prevenir que los animales se defiendan.
Los animales sí responden a algunas presiones, y muchas especies han desarrollado defensas al hombre, dice Vermeij.
Pero nosotros cazamos en cantidades demasiado grandes, con demasiada sagacidad, y casi siempre enfocados en los animales más grandes.
“Nuestra llegada a la tierra y nuestra historia tecnológica ha generado un enorme cambio en las evolución de la mayoría de especies”, dice Vermeij.
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